Este generoso –por extenso– resumen del libro Historia de las izquierdas en España acaba en la Transición (el resumen, no el libro, que continúa hasta la aparición de Podemos en 2014). Pero antes analiza cómo la Guerra Civil (1936-1039) –que hizo del asesinato del adversario la solución política– y la Dictadura consiguiente del general Francisco Franco –con la represión como cimiento del régimen– destruyeron no solo el proceso reformista de la República, sino que silenció (prohibió, encarceló, fusiló y forzó al exilio) cualquier voz que viniera de las izquierdas, que sufrieron el mayor desastre institucional y organizativo, también personal, con un coste terrible en vidas.
Hay que señalar que el golpe de Estado no triunfó en las más importantes ciudades, pues había fracasado (no fue seguido) a la semana de producirse. Su éxito fue posible por la ayuda en bombarderos, cazas y aviones de transporte que Hitler envió a Marruecos el 26 de julio de 1936 y los cazabombarderos que Mussolini facilitó el día 30 del mismo mes.
Franco pudo así organizar un puente aéreo para desembarcar en la Península tropas de vanguardia, los legionarios y los regulares (decenas de miles de marroquíes alistados forzosamente). Esta intervención militar de las potencias fascistas, que marcó un punto de no retorno en la guerra, no se correspondió con ayudas a la República, a la que abandonaron sin apoyos internacionales ni resortes para lograrlos las potencias democráticas que decidieron no intervenir. Esta falta de apoyos a la República benefició sin duda a los sublevados para sobrevivir militar y políticamente.
En la zona dominada por los rebeldes se implantó de modo sangriento la contrarrevolución y la restauración del orden social de los propietarios, se fusiló y persiguió con un plan de limpieza de cuantos fueran considerados agentes o cómplices del régimen republicano.
Semejante brutalidad conseguía, además, inculcar el miedo al resto de la población para que no tuviera la tentación de oponerse. Por su parte, la Iglesia bendijo a los sublevados en una guerra que catalogaron como “Cruzada”. Nunca en la historia de España se había producido una ruptura tan sangrienta de la convivencia social.
Comenzó así una etapa impensable para las izquierdas, pues fueron borradas del mapa político de la España franquista. Tras la Guerra Civil, se implantó una dictadura que hizo enmudecer a la sociedad española: la represión, el miedo a la muerte y a la cárcel marcaron la vida en toda España. Si desde el primer día se inició la cacería y asesinato de cuantos pudiesen ser partidarios de la República, sin piedad ni para los compañeros de armas que dudaron, tampoco la hubo al terminar la guerra.
Se suprimieron todas las conquistas alcanzadas con la República; se impuso un sindicalismo vertical controlado por los falangistas; se abolieron todas las libertades y toda la población quedó sometida a un régimen cuartelero. Terminó la guerra con “vencedores entregados a la venganza”.
La Falange de José Antonio Primo de Rivera fue el partido escogido para gobernar un régimen de partido único. Ese nuevo régimen se autodenominó como “democracia orgánica”, un sistema que basaba su representatividad en la familia, el municipio y el sindicato, pero sin permitir la libertad de asociación. Consideraba que los partidos políticos eran “construcciones artificiales que solo sirven para dividir y enfrentar a la sociedad”.
Ante tan negro panorama, los vencidos que lograron traspasar las fronteras, más de medio millón de personas, comenzaron en el exilio a tejer fórmulas para combatir y derrocar la dictadura, siempre entre disputas y desavenencias entre las principales fuerzas políticas.
Un exilio de unas izquierdas que, plurales en sus ideologías, no quebró sus esperanzas en una sociedad más justa, como se manifestó en la diversidad de prácticas culturales que desplegaron en cada país, desde la Unión Soviética hasta Argentina, pasando por México y Francia, incluida Argelia, entonces bajo dominio francés.
Nunca se derrocó la dictadura, que duró cuarenta años. Se dice pronto. Solo se pudo superar tras el fallecimiento, por muerte natural, del dictador el 20 de noviembre de 1975, quien en 1969 había designado a Juan Carlos de Borbón sucesor de su régimen "a título de rey".
Con el advenimiento de la monarquía de Juan Carlos I comienza la denominada Transición a la democracia. La muerte del dictador condicionó la vida política, pero los cambios ocurridos en las izquierdas se gestaron desde dos décadas antes: la hegemonía del PCE y PSUC (comunistas catalanes) en la oposición a la dictadura; la decadencia de los partidos republicanos en el exilio, salvo Esquerra Republicana de Cataluña; el eclipse del anarquismo; el nacimiento de un nuevo sindicalismo, representado por Comisiones Obreras; el ascenso del PSOE por mandato electoral; y el terror de ETA.
Y es que las experiencias concretas de lucha contra la dictadura fueron cruciales para unas izquierdas que sufrieron escisiones e, incluso, algunas desaparecieron, como sucedió con los tradicionales partidos democrático-republicanos que, desde mediados del siglo XIX hasta la Segunda República, habían enarbolado libertades, derechos y reformas modernizadoras que ahora se convirtieron en el programa tanto del PCE-PSUC como del PSOE. Por eso, fueron los comunistas y socialistas los que enfatizaron la necesidad de incluir tales principios en el texto constitucional de 1978.
La realidad de España también había cambiado, pues se enganchó al extraordinario proceso de expansión capitalista que vivían las democracias de la Europa occidental. En las décadas de 1950 y 1969 se produjo el movimiento migratorio más trascendente de la historia de una España que pasó de ser agraria a convertirse en irreversiblemente urbana, gracias a la industrialización y los servicios.
De Europa llegó el turismo y los capitales. Todo ese despegue se frenó en 1973, cuando, tras la guerra de Yom Kipur, emergió la crisis del petróleo que golpeó muy directamente a España. El estancamiento y la inflación aminoraron el nivel de vida de las clases trabajadoras. Regresaron cientos de miles de españoles que habían emigrado a Europa para trabajar. Aumentó el desempleo y el déficit del Estado.
Así estaba la economía cuando, en julio de 1976, Adolfo Suárez, un joven político que era secretario general del Movimiento (régimen franquista), asumió la Presidencia del Gobierno. Los partidos políticos que, en el exilio, habían constituido la Junta Democrática, impulsada por el PCE, y la Plataforma Democrática, con el PSOE como principal actor, se unieron en lo que se llamó la “Platajunta”, que exigía amnistía y libertades en una España democrática.
Tras aprobar Suárez en referéndum la Ley de Reforma Política, se reunión con la “Comisión de los Nueve” que representaba a esa Platajunta: Felipe González, Sánchez Montero (PCE), Tierno Galván, Jordi Pujol, Julio Jáuregui (PNV), Valentín Paz Andrade (galleguistas) y, por el centro-derecha, Francisco Fernández Ordoñez, Joaquín Satústregui y Antón Canyellas.
Se comprometieron a convocar Cortes con libertades de asociación y reunión. Suárez creó el partido de centro-derecha UCD (Unión de Centro Democrático) y, previamente, había legalizado el PCE. Se convocaron elecciones generales en junio de 1977, en las que había papeletas de 82 partidos o coaliciones, aunque solo 22 se presentaban en todas las circunscripciones.
La UCD ganó con 165 diputados; el PSOE, más Socialistas de Catalunya, dieron la sorpresa con 118 diputados; mientras PCE-PSUC, cuyo protagonismo contra la dictadura fue indiscutible, sacó solo 20 diputados. Los grupos catalanistas sumaron 11 escaños; el PNV, ocho escaños; y la Alianza Popular de Fraga, 16 diputados, 13 de ellos antiguos ministros de la dictadura.
En octubre de 1977, la Ley de Amnistía fue parte del proyecto de organización constitucional, cuyo texto se cerraba en esas fechas. Ese texto de 1978 se vinculó con la Constitución de 1931 y con las elaboradas tras la Segunda Guerra Mundial.
Recogió, sin duda, el ideario de los demócratas-republicanos españoles desde el siglo XIX: la construcción de un Estado democrático y social de derecho especificando derechos y libertades, con el rango de norma jurídica suprema vinculante para todos los poderes públicos.
Las izquierdas también impulsaron la nueva organización territorial de un Estado que se denominó como "autonómico" en el título VIII de la Constitución. Pero aparcaron aspectos importantes de su ideario. El PCE-PSUC aceptó la monarquía, y el PSOE defendió la república en una votación que perdió en la Comisión constitucional. También renunciaron al concepto de escuela única y laica y, en el debate sobre la relación del Estado con la Iglesia, se pactó la aconfesionalidad del Estado.
Mientras tanto, entre 1977 y 1978 se celebraron las primeras elecciones sindicales con plenas libertades. Comisiones Obreras ganó con el 37,8 por ciento de los votos, y la UGT obtuvo un inesperado 31 por ciento. Entre ambas asumían casi el 70 por ciento de representatividad laboral, lo que obligaba al pacto con ambos sindicatos para gestionar la hegemonía en el mundo laboral.
1978 terminó con el referéndum que aprobó la Constitución, el Gobierno convocó nuevas elecciones generales y las primeras elecciones municipales en democracia (las últimas habían sido en 1931). Así, en la primavera de 1979 se celebraron ambas elecciones con resultados contrapuestos: UCD volvió a ganar en las generales, pero las izquierdas políticamente ganaron las municipales.
En definitiva, las primeras elecciones municipales y las segundas legislativas revelaron que, en tan solo dos años de libertades democráticas, había surgido un nuevo mapa político, distinto al de las vísperas electorales del año 1977.
Todos los grupos situados a la izquierda del PCE se diluyeron en la práctica, o sus militantes se integraron en el PSOE, en el PCE o, posteriormente, desde 1986, en la fórmula de Izquierda Unida. En cualquier caso, el poder municipal se convirtió en baluarte de la democracia y reflejo del pluralismo que albergaban los distintos espacios de la convivencia ciudadana.
Esos años de libertades recién estrenadas produjeron una auténtica eclosión de creatividad cultural, incluyendo fórmulas contraculturales en los que la transgresión se hizo consigna. Además, se legalizaron los contraceptivos, se aprobó la Ley del Divorcio, los ayuntamientos comenzaron a construir bibliotecas, centros deportivos, parques públicos, escuelas dignas, etcétera. Gran parte de los líderes de los movimientos vecinales pasaron a ser gestores en los ayuntamientos, como por su parte, los líderes sindicales y políticos adquirieron la condición de “liberados”.
El PSOE celebró un Congreso Extraordinario en 1979 para despojarse de la doctrina marxista. El PCE, en el IX Congreso celebrado antes, en 1978, cambió su definición como partido “marxista-leninista” y pasó a considerarse “marxista, revolucionario y democrático”, lo que se conocía como “eurocomunismo”, el acceso al poder sin violencia y por vías democráticas.
En definitiva, la democracia había abierto desde 1977 las compuertas a un universo político tan dinámico como inédito para las izquierdas, que tuvieron que amoldarse a nuevas realidades, abandonando dogmas y catecismos de todo tipo para abordar las exigencias concretas y cambiantes que emergían de la ciudadanía.
La Transición, sin que nunca tuviera escrito el resultado final pues nadie lo sabía, abrió una etapa en la que, precisamente por ser democrática, se vive desde entonces en continua construcción de soluciones políticas. Y las izquierdas, desde los liberales del siglo XVIII hasta las de hoy, han sido los puntales que han sostenido la modernización y la democratización de España.
Hay que señalar que el golpe de Estado no triunfó en las más importantes ciudades, pues había fracasado (no fue seguido) a la semana de producirse. Su éxito fue posible por la ayuda en bombarderos, cazas y aviones de transporte que Hitler envió a Marruecos el 26 de julio de 1936 y los cazabombarderos que Mussolini facilitó el día 30 del mismo mes.
Franco pudo así organizar un puente aéreo para desembarcar en la Península tropas de vanguardia, los legionarios y los regulares (decenas de miles de marroquíes alistados forzosamente). Esta intervención militar de las potencias fascistas, que marcó un punto de no retorno en la guerra, no se correspondió con ayudas a la República, a la que abandonaron sin apoyos internacionales ni resortes para lograrlos las potencias democráticas que decidieron no intervenir. Esta falta de apoyos a la República benefició sin duda a los sublevados para sobrevivir militar y políticamente.

En la zona dominada por los rebeldes se implantó de modo sangriento la contrarrevolución y la restauración del orden social de los propietarios, se fusiló y persiguió con un plan de limpieza de cuantos fueran considerados agentes o cómplices del régimen republicano.
Semejante brutalidad conseguía, además, inculcar el miedo al resto de la población para que no tuviera la tentación de oponerse. Por su parte, la Iglesia bendijo a los sublevados en una guerra que catalogaron como “Cruzada”. Nunca en la historia de España se había producido una ruptura tan sangrienta de la convivencia social.
Comenzó así una etapa impensable para las izquierdas, pues fueron borradas del mapa político de la España franquista. Tras la Guerra Civil, se implantó una dictadura que hizo enmudecer a la sociedad española: la represión, el miedo a la muerte y a la cárcel marcaron la vida en toda España. Si desde el primer día se inició la cacería y asesinato de cuantos pudiesen ser partidarios de la República, sin piedad ni para los compañeros de armas que dudaron, tampoco la hubo al terminar la guerra.
Se suprimieron todas las conquistas alcanzadas con la República; se impuso un sindicalismo vertical controlado por los falangistas; se abolieron todas las libertades y toda la población quedó sometida a un régimen cuartelero. Terminó la guerra con “vencedores entregados a la venganza”.

La Falange de José Antonio Primo de Rivera fue el partido escogido para gobernar un régimen de partido único. Ese nuevo régimen se autodenominó como “democracia orgánica”, un sistema que basaba su representatividad en la familia, el municipio y el sindicato, pero sin permitir la libertad de asociación. Consideraba que los partidos políticos eran “construcciones artificiales que solo sirven para dividir y enfrentar a la sociedad”.
Ante tan negro panorama, los vencidos que lograron traspasar las fronteras, más de medio millón de personas, comenzaron en el exilio a tejer fórmulas para combatir y derrocar la dictadura, siempre entre disputas y desavenencias entre las principales fuerzas políticas.
Un exilio de unas izquierdas que, plurales en sus ideologías, no quebró sus esperanzas en una sociedad más justa, como se manifestó en la diversidad de prácticas culturales que desplegaron en cada país, desde la Unión Soviética hasta Argentina, pasando por México y Francia, incluida Argelia, entonces bajo dominio francés.
Nunca se derrocó la dictadura, que duró cuarenta años. Se dice pronto. Solo se pudo superar tras el fallecimiento, por muerte natural, del dictador el 20 de noviembre de 1975, quien en 1969 había designado a Juan Carlos de Borbón sucesor de su régimen "a título de rey".

Con el advenimiento de la monarquía de Juan Carlos I comienza la denominada Transición a la democracia. La muerte del dictador condicionó la vida política, pero los cambios ocurridos en las izquierdas se gestaron desde dos décadas antes: la hegemonía del PCE y PSUC (comunistas catalanes) en la oposición a la dictadura; la decadencia de los partidos republicanos en el exilio, salvo Esquerra Republicana de Cataluña; el eclipse del anarquismo; el nacimiento de un nuevo sindicalismo, representado por Comisiones Obreras; el ascenso del PSOE por mandato electoral; y el terror de ETA.
Y es que las experiencias concretas de lucha contra la dictadura fueron cruciales para unas izquierdas que sufrieron escisiones e, incluso, algunas desaparecieron, como sucedió con los tradicionales partidos democrático-republicanos que, desde mediados del siglo XIX hasta la Segunda República, habían enarbolado libertades, derechos y reformas modernizadoras que ahora se convirtieron en el programa tanto del PCE-PSUC como del PSOE. Por eso, fueron los comunistas y socialistas los que enfatizaron la necesidad de incluir tales principios en el texto constitucional de 1978.
La realidad de España también había cambiado, pues se enganchó al extraordinario proceso de expansión capitalista que vivían las democracias de la Europa occidental. En las décadas de 1950 y 1969 se produjo el movimiento migratorio más trascendente de la historia de una España que pasó de ser agraria a convertirse en irreversiblemente urbana, gracias a la industrialización y los servicios.
De Europa llegó el turismo y los capitales. Todo ese despegue se frenó en 1973, cuando, tras la guerra de Yom Kipur, emergió la crisis del petróleo que golpeó muy directamente a España. El estancamiento y la inflación aminoraron el nivel de vida de las clases trabajadoras. Regresaron cientos de miles de españoles que habían emigrado a Europa para trabajar. Aumentó el desempleo y el déficit del Estado.

Así estaba la economía cuando, en julio de 1976, Adolfo Suárez, un joven político que era secretario general del Movimiento (régimen franquista), asumió la Presidencia del Gobierno. Los partidos políticos que, en el exilio, habían constituido la Junta Democrática, impulsada por el PCE, y la Plataforma Democrática, con el PSOE como principal actor, se unieron en lo que se llamó la “Platajunta”, que exigía amnistía y libertades en una España democrática.
Tras aprobar Suárez en referéndum la Ley de Reforma Política, se reunión con la “Comisión de los Nueve” que representaba a esa Platajunta: Felipe González, Sánchez Montero (PCE), Tierno Galván, Jordi Pujol, Julio Jáuregui (PNV), Valentín Paz Andrade (galleguistas) y, por el centro-derecha, Francisco Fernández Ordoñez, Joaquín Satústregui y Antón Canyellas.
Se comprometieron a convocar Cortes con libertades de asociación y reunión. Suárez creó el partido de centro-derecha UCD (Unión de Centro Democrático) y, previamente, había legalizado el PCE. Se convocaron elecciones generales en junio de 1977, en las que había papeletas de 82 partidos o coaliciones, aunque solo 22 se presentaban en todas las circunscripciones.
La UCD ganó con 165 diputados; el PSOE, más Socialistas de Catalunya, dieron la sorpresa con 118 diputados; mientras PCE-PSUC, cuyo protagonismo contra la dictadura fue indiscutible, sacó solo 20 diputados. Los grupos catalanistas sumaron 11 escaños; el PNV, ocho escaños; y la Alianza Popular de Fraga, 16 diputados, 13 de ellos antiguos ministros de la dictadura.

En octubre de 1977, la Ley de Amnistía fue parte del proyecto de organización constitucional, cuyo texto se cerraba en esas fechas. Ese texto de 1978 se vinculó con la Constitución de 1931 y con las elaboradas tras la Segunda Guerra Mundial.
Recogió, sin duda, el ideario de los demócratas-republicanos españoles desde el siglo XIX: la construcción de un Estado democrático y social de derecho especificando derechos y libertades, con el rango de norma jurídica suprema vinculante para todos los poderes públicos.
Las izquierdas también impulsaron la nueva organización territorial de un Estado que se denominó como "autonómico" en el título VIII de la Constitución. Pero aparcaron aspectos importantes de su ideario. El PCE-PSUC aceptó la monarquía, y el PSOE defendió la república en una votación que perdió en la Comisión constitucional. También renunciaron al concepto de escuela única y laica y, en el debate sobre la relación del Estado con la Iglesia, se pactó la aconfesionalidad del Estado.
Mientras tanto, entre 1977 y 1978 se celebraron las primeras elecciones sindicales con plenas libertades. Comisiones Obreras ganó con el 37,8 por ciento de los votos, y la UGT obtuvo un inesperado 31 por ciento. Entre ambas asumían casi el 70 por ciento de representatividad laboral, lo que obligaba al pacto con ambos sindicatos para gestionar la hegemonía en el mundo laboral.

1978 terminó con el referéndum que aprobó la Constitución, el Gobierno convocó nuevas elecciones generales y las primeras elecciones municipales en democracia (las últimas habían sido en 1931). Así, en la primavera de 1979 se celebraron ambas elecciones con resultados contrapuestos: UCD volvió a ganar en las generales, pero las izquierdas políticamente ganaron las municipales.
En definitiva, las primeras elecciones municipales y las segundas legislativas revelaron que, en tan solo dos años de libertades democráticas, había surgido un nuevo mapa político, distinto al de las vísperas electorales del año 1977.
Todos los grupos situados a la izquierda del PCE se diluyeron en la práctica, o sus militantes se integraron en el PSOE, en el PCE o, posteriormente, desde 1986, en la fórmula de Izquierda Unida. En cualquier caso, el poder municipal se convirtió en baluarte de la democracia y reflejo del pluralismo que albergaban los distintos espacios de la convivencia ciudadana.
Esos años de libertades recién estrenadas produjeron una auténtica eclosión de creatividad cultural, incluyendo fórmulas contraculturales en los que la transgresión se hizo consigna. Además, se legalizaron los contraceptivos, se aprobó la Ley del Divorcio, los ayuntamientos comenzaron a construir bibliotecas, centros deportivos, parques públicos, escuelas dignas, etcétera. Gran parte de los líderes de los movimientos vecinales pasaron a ser gestores en los ayuntamientos, como por su parte, los líderes sindicales y políticos adquirieron la condición de “liberados”.

El PSOE celebró un Congreso Extraordinario en 1979 para despojarse de la doctrina marxista. El PCE, en el IX Congreso celebrado antes, en 1978, cambió su definición como partido “marxista-leninista” y pasó a considerarse “marxista, revolucionario y democrático”, lo que se conocía como “eurocomunismo”, el acceso al poder sin violencia y por vías democráticas.
En definitiva, la democracia había abierto desde 1977 las compuertas a un universo político tan dinámico como inédito para las izquierdas, que tuvieron que amoldarse a nuevas realidades, abandonando dogmas y catecismos de todo tipo para abordar las exigencias concretas y cambiantes que emergían de la ciudadanía.
La Transición, sin que nunca tuviera escrito el resultado final pues nadie lo sabía, abrió una etapa en la que, precisamente por ser democrática, se vive desde entonces en continua construcción de soluciones políticas. Y las izquierdas, desde los liberales del siglo XVIII hasta las de hoy, han sido los puntales que han sostenido la modernización y la democratización de España.
Bibliografía
- Historia de las izquierdas en España, de Juan Sisinio Pérez Garzón. Ed. Catarata. Madrid, 2022.
- La construcción del Estado en España, de Juan Pro. Alianza editorial. Madrid, 2019.
- Breve historia de España, de Fernando García de Cortázar y José Manuel González Vesga. Alianza editorial. Madrid, 1993.
- Los partidos políticos en el pensamiento español (1783-1855), de Ignacio Fernández Sarasola. Tesis doctoral.
- Evolución del Sistema de Partidos en España desde la Transición, de Daniel García Ruiz. Trabajo Fin de Grado en Economía.
Entregas anteriores
- Las izquierdas en España (I)
- Las izquierdas en España (II)
- Las izquierdas en España (III)
- Las izquierdas en España (IV)
- Las izquierdas en España (V)
DANIEL GUERRERO
FOTOGRAFÍA: DEPOSITPHOTOS.COM
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